Hacia mediados de la década de los ’90 se pensaba que con el rápido auge de las tecnologías digitales, el libro impreso estaba cerca de su fin. Aunque 20 años después el 44% de la población en América latina declara no ser asidua a la lectura, la industria editorial sigue sorprendiendo cada cierto tiempo con volúmenes que alcanzan cifras históricas de ventas aún en estos tiempos.
Este 23 de abril se celebra en casi todo el mundo el Día del Libro, fecha que busca precisamente fomentar la lectoría y muy en especial la propiedad intelectual. Es que en plena era digital, donde la reproducción completa de obras literarias, académicas y científicas está más al alcance que en épocas pretéritas, la conmemoración de la prolífica obra de autores tan destacados como Cervantes, Shakespeare, Laxness y Nabokov, vuelve a plantear la duda razonable acerca de qué pasará en el futuro próximo con los libros en papel.
Algunos autores plantean que esto último dependerá del modelo de la economía de la información. Es decir, desparece por la masificación de las tecnologías de reproducción digital, o permanece gracias a la protección de los derechos de autor.
El significado histórico del libro como soporte tecnológico para la expresión de ideas y emociones lo ha convertido en objeto de propiedad intelectual, cuya reproducción y transmisión queda más o menos controlada y resguardada por el ordenamiento jurídico. Y, por tanto, bienes asistidos por un beneficio económico. Así, por ejemplo, una editorial podrá imprimir la cantidad de ejemplares según le sean solicitadas de modo de no quedarse con stock remanente.
Así, podría ser su condición de bien material la que logrará la supervivencia del texto impreso. Bien por los intereses económicos de los autores, bien por el poder económico de la propiedad intelectual. Un encuadernado en pasta rígida, el singular aroma del papel y la textura de las páginas, por mencionar algunos elementos diferenciadores, hasta hoy no tienen un símil a pesar del enorme desarrollo tecnológico.
Con todo, la otra vereda señala que las interfaces físicas tradicionales tienen sus días contados después de cinco siglos de supremacía. Así como el correo electrónico reemplazó a la romántica misiva postal, la experiencia de uso parece haber dado un giro sin vuelta atrás con las nuevas formas de acceder a contenidos antes impresos. No será el libro el que desparezca, entonces, sino la clásica forma de consumirlo: aumentar el tamaño de las letras, avanzar una o cientos de páginas con un simple movimiento de un dedo.
Una tercera corriente está dada por una idea que deja atrás la dicotomía entre lo analógico y lo digital para centrarse en las diferencias entre quienes sienten verdadera pasión por la lectura y quienes sólo desean vender a toda costa. Lo más parejo, por lo tanto, es una sana amistad entre las editoriales que tienen los contenidos, y las empresas tecnológicas capaces de venderlos de un modo más “amable”.
Aquí tendrían cabida incluso las Google glass, que podrían “leer” la reacción de cuerpo humano frente a un libro.
Con todo, es probable que cada día haya menos personas que se sienten bajo un árbol a disfrutar de una buena lectura. Pero difícilmente eso impedirá que día a día aparezca un nuevo lector apasionado en lo que descubre en un libro